¿Cuáles son los límites de la investigación genética?

Lluis Montoliu

Investigador CNB-CSIC y CIBERER-ISCIII

montoliu@cnb.csic.es    @LluisMontoliu

El conocimiento de nuestro genoma es un tema que ha fascinado desde siempre, aunque el primer borrador del genoma humano no se pudo obtener hasta el año 2001, con sendas publicaciones en las revistas Nature y Science, tras haber lanzado el proyecto a finales de los años 80. Finalmente, el genoma humano completo se conoció en 2003 y entonces constatamos que apenas tenemos unos 20.000 genes que son los que parecen ser necesarios para ser lo que somos. De forma paralela a la voluntad de conocer nuestro genoma ha estado siempre presente la posibilidad de alterarlo, de modificarlo. Y esta posibilidad, la mayoría de las veces a nivel teórico, ha surgido numerosas veces en la historia reciente, desde la primera reunión para evaluar los peligros del ADN recombinante, celebrada en Asilomar (California) en 1975, hasta el nacimiento de los primeros seres humanos cuyo genoma había sido editado en fase embrional, que desafortunadamente conocimos en 2018. En esta presentación recorreré el camino que separan estos más de 40 años ilustrando cómo de cerca hemos estado, realmente, en cada una de las etapas, de modificar el genoma humano.
Lo primero que hay que indicar es que el genoma humano no es inmutable ni único. Cada uno de nosotros tenemos un genoma distinto. El genoma de dos personas cualquiera se parece en un 99,9%, no muy lejos de nuestras diferencias con la especie más próxima a nosotros, el chimpancé, con quien compartimos el 99% del genoma, y algo más lejos de una de las especies modelo más utilizadas en biología, el ratón, con un 90% aproximadamente de conservación en la zona que codifica para proteínas.


En 1975 los investigadores que se reunieron en Asilomar valoraron las nuevas técnicas de ingeniería genética que habían surgido, y que permitieron empezar a clonar fragmentos de ADN de diversas especies en las bacterias, para su posterior amplificación y manipulación. En 1982 se aprobaba el uso de la primera bacteria que llevaba insertado en su genoma un gen humano, el de la insulina, siendo el primer organismo modificado genéticamente que, desde entonces, ha permitido producir esta hormona de la que dependen millones de diabéticos en todo el mundo. Sin embargo, no fue hasta 1980 cuando se desarrollaron las primeras técnicas para modificar el genoma de mamíferos, con los primeros ratones transgénicos, seguidos de otras especies animales y finalmente, ya en la década de los 2000, los primeros primates no humanos (macacos) transgénicos.
La modificación genética estaba limitada por la ausencia de células troncales (madre) que eran desconocidas en todas las especies excepto en ratón. Todo cambió en 1997, con el nacimiento de la oveja Dolly y la posibilidad de rederivar organismos a partir de células somáticas. Y al descubrimiento de las primeras células troncales embrionales humanas en 1998, que generó un nuevo debate sobre la posibilidad de alterar el genoma humano.
La primera posibilidad, real, de alterar el genoma humano ha llegado con la edición genética, que conocimos en 2013, tras los primeros experimentos publicados por George Church y Feng Zhang, pero que heredaba una tradición en microbiología de más de 20 años de investigación básica, que empezó el microbiólogo de la Universidad de Alicante Francis Mojica. Por vez primera se podía superar el bloqueo metodológico para dirigir específicamente la alteración genética al gen seleccionado, lo cual ha sido una verdadera revolución en biología y biotecnología, y lo empieza a ser en biomedicina. Son muchas las aplicaciones que podemos desarrollar ahora y que hasta hace pocos años eran impensables, como la posibilidad de generar modelos animales portadores de mutaciones específicas de pacientes, para poder estudiar sus consecuencias patológicas y testar posibles terapias, los llamados ratones avatar.
La edición genética no está exenta de problemas y limitaciones. En primer lugar, puede alterar secuencias de ADN parecidas, pero no relacionadas, ni deseadas, que pueden conllevar consecuencias imprevisibles. En segundo lugar, el proceso de edición incluye una fase de reparación que proporciona mucha variabilidad, que no controlamos, y genera individuos mosaico. Una incertidumbre que es gestionable a nivel de laboratorio pero que no es ni prudente ni éticamente aceptable trasladarla a seres humanos.


Sin embargo, era cuestión de tiempo que los métodos de edición genética se trasladaran a embriones humanos, y esto finalmente sucedió en 2015, en China, cuando un primer equipo investigador inyectó reactivos CRISPR a embriones humanos sobrantes y desechables (triplonucleares) de protocolos de fertilización in vitro, encontrando problemas similares a los ya descubiertos en embriones de otras especies de mamífero. El uso de embriones humanos derivados de métodos de reproducción asistida está permitido en España, bajo unas condiciones muy determinadas por la ley, pero no así la implantación de embriones modificados genéticamente, con objetivos reproductivos, ni la constitución de embriones para investigación, solamente, como se exploró en 2017 en EE UU.

En general los investigadores están centrados en desarrollar estrategias de modificación genética para prevenir o curar células somáticas de personas, no la línea germinal, que es ilegal y/o éticamente inaceptable en muchos países. Y, también en general, las aplicaciones no terapéuticas, encaminadas a mejorar las características de las personas también están abiertamente desaconsejadas y están fuera de los objetivos de la mayoría de investigadores. Pero no de todos, como quienes proponen alteraciones específicas con objeto de adquirir capacidades extraordinarias físicas o psíquicas, como proponen algunas ramas del transhumanismo, incluidos aquellos grupos que no reconocen la autoridad de los gobiernos para limitar estas prácticas, sin tener en cuenta la pleiotropía génica que abiertamente desaconseja la modificación genética por sus consecuencias, conocidas o no.
Diversas instituciones han reflexionado al respecto, sobre la posibilidad futura de alterar el genoma humano en embriones, incluida una asociación europea nacida recientemente, como ARRIGE, que promueve el uso responsable de la edición genética. La Academia Nacional de Ciencias de EE UU en su informe de 2017 abría esta posibilidad, pero condicionada a que se cumplieran numerosos requisitos. El Nuffield Council of Bioethics británico iba más allá, considerando incluso la posibilidad de usos de mejora, no necesariamente terapéuticos.


Todo saltó por los aires a finales de 2018, cuando conocimos el nacimiento de las primeras niñas editadas genéticamente, tras el experimento del investigador chino He Jiankui, que propició una avalancha de reacciones negativas, repudiándolo y resaltando la irresponsabilidad realizada. Un año después acabamos de conocer la condena a prisión, a penas económicas y a la inhabilitación de por vida profesional que han caído sobre este científico y dos de sus colaboradores y que nos recuerdan los peligros de utilizar técnicas de alteración genética que todavía no controlamos bien sobre embriones humanos con objetivos reproductivos.
Estas técnicas deben poder seguir usándose sobre embriones humanos, siempre y cuando los experimentos se restrinjan a lo permitido in vitro, debido a su utilidad para conocer, por ejemplo, los procesos previos a la implantación de los embriones en el útero.
Por otro lado, la edición genética tiene un campo muy prometedor, pero a medio-largo plazo, en biomedicina, para el tratamiento, somático, mediante terapia génica de pacientes afectados por alguna patología de base genética. Las incertidumbres asociadas a la edición genética pueden gestionarse en experimentos ex vivo, y mucho peor in vivo. Más de 30 ensayos clínicos hay lanzados en estos momentos en todo el mundo, para validar propuestas terapéuticas basadas en CRISPR en diversas patologías, fundamentalmente con aproximaciones ex vivo.


La edición genética ha venido para quedarse. Debemos tener en cuenta sus posibles beneficios y considerar también sus riesgos. Deberemos abrir el debate al resto de la sociedad, más allá de científicos y profesionales de la medicina, pues la posible modificación genética del genoma humano, ahora sí, está a la vuelta de la esquina, y las decisiones que tomemos, los condicionantes, los protocolos, las recomendaciones y, eventualmente, la normativa que desarrollemos para llevarla a cabo deberá ser producto de un debate amplio y abierto, en la que todos los sectores de nuestra sociedad que tengan algo que decir puedan intervenir. La ciencia podrá aportar sus datos y sus hechos, pero la decisión deberá tomarse más allá de los científicos, teniendo en cuenta las evidencias que nos aporten, y muchos otros valores, morales, que nos identifican como sociedad.

Para citar esta entrada

Montoliu, L. (2020).  ¿Cuáles son los límites de la investigación genética? En Niaia, consultado el 20/01/2020 en https://www.niaia.es/cuales-son-los-limites-de-la-investigacion-genetica/

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